Biblioteca Popular José A. Guisasola





Enormes. Como globos. En blanco y negro. En primer plano. Y echada para atrás, su cara. Borrosa. Escondida atrás de los números. Así la encontré. Ofreciendo los servicios en un par de volantes mal hechos, pegados a un tacho de basura. Y el pelo largo. Nunca lo había tenido tan largo.

Un buen rato me quedé parado al lado del tacho tratando de disimular. De a ratos me sentaba en el banco de piedra que está ahí nomás. Tenía que disimular. La edad no me ayuda. Tenía que arrancarlos y que ningún otro se los llevara.

Hice bien en buscar un tacho para tirar la botella. Y en esa cuadra era el único. Casi en la puerta de la Casa de Cultura. No sé cuándo empecé a cuidar el medio ambiente... Será que mamá me enseñó de muy chico a ser limpio. Hice bien en buscar el tacho. Porque ahí la encontré.

Algunos dicen que las casualidades no existen. Pero yo nunca ando por ahí y ahí estaba su foto. Borrosa. Pegada a la mugre. Lástima cómo estaba... Se nota que se puso para la foto porque mira como si estuviera contenta. Pero no se ríe como yo me acuerdo. Cuando se reía conmigo mostraba todos los dientes. Y ahí salió con la boca apenas abierta. Bien triste debía estar...

Eran dos los volantes y estaban mal pegados. Se podrían haber caído antes de que yo pasara, se podrían haber volado entre el tránsito... porque los pegan así a propósito. Para que los hombres los arranquen rapidito, sin que se note lo que están haciendo. Y para que se los guarden bien guardados hasta que tengan ganas. O se aprenden el teléfono y se deshacen de la prueba del delito, del papelito roñoso con la foto mal sacada, con la propaganda de mierda. Borrosa.

Yo estaba muy nervioso para aprenderme los números, y no tengo buena memoria y... quería la foto. Por eso me quedé dando vueltas cerca del tacho. Como un perro. Había dos papeles y tenía que sacarlos. ¡A Dios le pedía que ningún otro se llevara su cara ni se aprendiera el número!

Quería arrancar enseguida los dos volantes. Pero a esa hora anda mucha gente por ahí. Tenía miedo. La edad no me ayuda. Y a esa hora anda mucha gente por ahí... salen de las oficinas y de los bancos, y están los manteros de Florida que empiezan a levantar sus cosas, y los turistas paseando, buscando los cafés de Avenida de Mayo. Pero ahí me quedé: que nadie me vea que me trague la tierra que nadie me vea. Y que nadie la vea. Que nadie me vea hasta que pueda salvarla.

Tuve que esperar. Pasó el barrendero bien pegadito al cordón, pero pasó de largo el tacho llevando la basura de la calle para la esquina. Ahora sí, me dije. Pero enseguida: ¿No sabés si el 56 pasa por esta cuadra? Y ahí me distraje... Y cuando volví a mirar, ¡una de las propagandas ya no estaba!, o mejor dicho, un pedazo ya no estaba. Y ahí quedó la mitad de su cara. Borrosa. La nariz, los pómulos. Y sus ojos. Yo la recordaba o la soñaba con otra mirada. Y ahora descubría que ella podía mirar diferente. Me dio mucha rabia que mirara así y despegué a lo bestia lo que quedaba de la foto y saqué la otra con cuidado.

Después corrí corrí corrí. Y ya no me preocupé por el basurero que se acercaba, ni volví a fijarme si el chofer que esperaba al lado del auto negro me miraba. No sé si ellos me habrán visto. No sé si alguien me habrá visto... Después de todo ¿a quién le importa un pibe que corre a salvar a su madre?




El blog de Nora Coria
Nora Coria, Escritora.
Buenos Aires. Argentina.

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